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viernes, 28 de marzo de 2014

Peores ciegos que el que no puede ver

 

Enlace y reseña de la nota publicada en  Clarín

A veces, existen peores cegueras que las de los ojos

Por Rosemary Mahoney ENSAYISTA, Autora De “Para Aquellos Que Ven: Despachos Desde El Mundo De Los Ciegos”


27/03/14
A lo largo de la historia y en todas las culturas se ha representado a los ciegos mediante una serie de mitologías. Se los ha considerado idiotas dignos de lástima e incapaces de aprender, hábiles maestros del engaño o místicos poseídos de poderes sobrenaturales. Una de las concepciones más persistentes en relación con la ceguera es que se trata de una maldición de Dios por faltas de una vida pasada, lo cual envuelve a la persona ciega en tinieblas espirituales y la hace no sólo peligrosa, sino también malvada.
La aversión a los ciegos existe por la misma razón que la mayor parte de los prejuicios: falta de conocimiento. La ignorancia es una poderosa usina de miedo, y el miedo se traduce con facilidad en agresión y desprecio. Todo aquel que no haya pasado más de cinco minutos con una persona ciega suele pensar que existe un abismo infranqueable entre ellos y nosotros.
Para la mayoría de nosotros, la vista es la forma principal en que interpretamos el mundo.
¿Cómo podemos concebir una relación con una persona que no ve?
Damos por sentada la visión en tal medida, nos aferramos a ésta con tal grado de dependencia de sus datos superficiales, que hasta la persona vidente más brillante puede demorar un tiempo absurdamente largo en reconocer lo obvio: que hay una mente humana por completo saludable, activa y normal detrás de un par de ojos que no ven.
Uno de los muchos errores de concepto sobre los ciegos es que tienen el sentido del oído más desarrollado, así como un olfato y un tacto más fino que las personas videntes. No es cierto.
La ceguera sólo los obliga a reconocer capacidades que siempre tuvieron, pero que antes en buena medida ignoraban.
Hace unos años permití que me vendaran los ojos y que me guiaran por las calles de Lhasa dos adolescentes tibetanas ciegas, estudiantes de Braille Sin Fronteras. Las chicas no habían crecido en la ciudad, pero la recorrían con comodidad, sin tropezar ni perderse. Tenían un destino específico, y cada vez que anunciaban “Ahora doblamos a la izquierda” o “Ahora doblamos a la derecha”, les preguntaba cómo lo sabían. Sus respuestas me sorprendieron, sobre todo porque las pistas por las que se guiaban –el sonido de muchos televisores de un local de productos electrónicos, el olor a cuero de una zapatería, la repentina percepción de un suelo empedrado-, si bien se encontraban al alcance de todos, estaban virtualmente ocultas para mí.
Por primera vez en la vida me di cuenta de la escasa atención que prestaba a los sonidos, a los olores, en realidad a todo el mundo que estuviera más allá de mi capacidad de ver.
El escritor francés Jacques Lusseyran, que perdió la vista a los ocho años, entendía que quienes vemos estamos, en ciertos sentidos, limitados por la visión. “A cambio de todas las ventajas que nos proporciona la visión, nos vemos obligados a renunciar a otros beneficios cuya existencia ni siquiera sospechamos.” No es mi intención sugerir que la ceguera es algo maravilloso.
Lo único maravilloso es la resistencia, la capacidad de adaptación y la audacia humanas.
Los ciegos no son más ni menos estúpidos, sombríos, dignos de lástima ni arteros que el resto de nosotros. Nuestra ignorancia es lo que los ha envuelto en ese manto de absurdos atributos.
Copyright The New York Times, 2014. Traducción de Joaquín Ibarburu.

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