Hoy se cumplen cien años del nacimiento de Orson Welles. Aquí
la nota más completa que encontré en la web.
Todo en él era grande
Nunca sabremos cuántas obras prodigiosas habría creado con libertad
Hoy cumpliría cien años. No hay que hacer esfuerzos proteicos para imaginar su aspecto. Con Welles tengo la sensación de que nunca fue joven ni viejo, de que no tenía edad o de que podía aparentar la que le diera la gana, que siempre fue una cosa tan insólita como impresionante que respondía al nombre de Orson Welles,
que no necesitó aprender ni evolucionar, que su personalidad y su
inteligencia no tuvieron alteraciones, que fue deslumbrante, complejo y
bendecido por el arte más poderoso desde su niñez y así hasta el final.
Seguramente, habitarían en alguien tan especial las luces y la tinieblas e imagino que podría llegar a resultar desesperante muchas veces para la gente que financiaba su creatividad pero también que, como el personaje de Alida Valli en El tercer hombre, el cine seguiría en deuda permanente con él y enamorado de su grandiosa e inquietante figura, aunque los hechos nos confirmaran algo tan monstruoso como que pretendió hacerse rico en el mercado negro adulterando la penicilina y dejando tullidos a niños en aquella Viena devastada por la guerra.
La fascinación que despierta el seductor, cínico y siniestro tercer hombre permanecería intacta aunque descubras su reverso tenebroso. Y te subirías a la noria del Prater con él para escuchar hipnotizado sus salvajes opiniones sobre la condición humana, los Borgia y el reloj de cuco, pero convendría que te agarraras muy muy fuerte a algún asidero, ya que no habría dudas de que si le suponías un mínimo problema te lanzaría al vacío.
No es casual que su gran amor fuera Shakespeare y que estuviera obsesionado con trasladarle al cine, para mi gusto con resultado desigual en Macbeth y Otelo (y que me excomulgue la Academia dedicada al culto a lo sagrado) y de forma conmovedora en Campanadas a medianoche. Y, por supuesto, siempre debió de tener claro que la historia le reivindicaría como el Shakespeare del cine. De igual a igual. Pero nunca sabremos cuántas obras prodigiosas hubiera creado Welles (o de lo que hubiera sido capaz de lograr Maradona en el fútbol si el adictivo polvo blanco no colonizara su organismo desde que se instaló en Barcelona) si le hubieran permitido engendrar sus múltiples y ambiciosos proyectos con plena libertad creativa, tal como las concibió su imaginación, con presupuestos a la altura de lo que pretendía hacer.
Aseguraba Welles que únicamente logró esa independencia con Ciudadano Kane, el lujoso bautizo en el cine de aquel niño prodigio que iba a revolucionar el lenguaje de contar historias con una cámara. Tengo sensaciones que se renuevan continuamente con esta película. La miré de reojo la primera vez ante las permanentes y solemnes listas de historiadores y críticos declarando que era lo más hermoso y profundo que había creado la historia del cine. Y admitiendo su magia, su misterio, su potente expresividad, me pareció que no era para tanto, que lo más parecido a la felicidad me lo habían regalado en la pantalla directores como Lubitsch, Keaton y Murnau.
Pero cada cierto tiempo un imán extraño me obligaba a revisar la historia de ese hombre temible y trágico que se despedía del mundo obsesionado con ese enigmático y lírico Rosebud, algo maravilloso y puro que alguna vez poseyó y que después se lo llevó el viento. Y las últimas veces que la he visto me ha hipnotizado, su grandeza es auténtica. Sin embargo, El cuarto mandamiento, de la que Welles renegaba, ya que la productora remontó su primitivo trabajo, me enamoró desde el primer encuentro. Cuánta tristeza, sentimiento, poesía, comprensión y sutileza existe en la crónica del esplendor de los Amberson y en su inevitable derrumbe, en las devastadoras facturas emocionales que pueden acompañar al progreso.
Y, cómo no, me sentí intrigado y cautivado por los perversos amores de aquel marinero nihilista que se cuelga de la mujer que menos le conviene en la perturbadora y sombría La dama de Shanghai. O con esa negrísima obra maestra que desprende aroma a pesadilla perdurable titulada Sed de mal, cuyo inicio deslumbra ante la genialidad y la audacia de esa cámara cuyo virtuosismo solo es equiparable al de Hitchcock, pero que en su desarrollo y en ese final inolvidable, con el compadecible y odioso ogro llamado Hank Quinlan sabiéndose derrotado y agonizante, más borracho, añorante y solo que nunca, te crea un nudo en la garganta y un recuerdo eterno en la retina.
Ya sé que Welles es más que todo eso, aunque se me atraganten o me aburran algunas de sus presuntas obras de arte, pero las cinco películas que he citado me dejan huella a perpetuidad. Era distinto, era único, era excesivo, era genial, lo cual no garantiza el eterno estado de gracia, pero cuando este funcionaba paría criaturas inolvidables.
Seguramente, habitarían en alguien tan especial las luces y la tinieblas e imagino que podría llegar a resultar desesperante muchas veces para la gente que financiaba su creatividad pero también que, como el personaje de Alida Valli en El tercer hombre, el cine seguiría en deuda permanente con él y enamorado de su grandiosa e inquietante figura, aunque los hechos nos confirmaran algo tan monstruoso como que pretendió hacerse rico en el mercado negro adulterando la penicilina y dejando tullidos a niños en aquella Viena devastada por la guerra.
La fascinación que despierta el seductor, cínico y siniestro tercer hombre permanecería intacta aunque descubras su reverso tenebroso. Y te subirías a la noria del Prater con él para escuchar hipnotizado sus salvajes opiniones sobre la condición humana, los Borgia y el reloj de cuco, pero convendría que te agarraras muy muy fuerte a algún asidero, ya que no habría dudas de que si le suponías un mínimo problema te lanzaría al vacío.
No es casual que su gran amor fuera Shakespeare y que estuviera obsesionado con trasladarle al cine, para mi gusto con resultado desigual en Macbeth y Otelo (y que me excomulgue la Academia dedicada al culto a lo sagrado) y de forma conmovedora en Campanadas a medianoche. Y, por supuesto, siempre debió de tener claro que la historia le reivindicaría como el Shakespeare del cine. De igual a igual. Pero nunca sabremos cuántas obras prodigiosas hubiera creado Welles (o de lo que hubiera sido capaz de lograr Maradona en el fútbol si el adictivo polvo blanco no colonizara su organismo desde que se instaló en Barcelona) si le hubieran permitido engendrar sus múltiples y ambiciosos proyectos con plena libertad creativa, tal como las concibió su imaginación, con presupuestos a la altura de lo que pretendía hacer.
Aseguraba Welles que únicamente logró esa independencia con Ciudadano Kane, el lujoso bautizo en el cine de aquel niño prodigio que iba a revolucionar el lenguaje de contar historias con una cámara. Tengo sensaciones que se renuevan continuamente con esta película. La miré de reojo la primera vez ante las permanentes y solemnes listas de historiadores y críticos declarando que era lo más hermoso y profundo que había creado la historia del cine. Y admitiendo su magia, su misterio, su potente expresividad, me pareció que no era para tanto, que lo más parecido a la felicidad me lo habían regalado en la pantalla directores como Lubitsch, Keaton y Murnau.
Pero cada cierto tiempo un imán extraño me obligaba a revisar la historia de ese hombre temible y trágico que se despedía del mundo obsesionado con ese enigmático y lírico Rosebud, algo maravilloso y puro que alguna vez poseyó y que después se lo llevó el viento. Y las últimas veces que la he visto me ha hipnotizado, su grandeza es auténtica. Sin embargo, El cuarto mandamiento, de la que Welles renegaba, ya que la productora remontó su primitivo trabajo, me enamoró desde el primer encuentro. Cuánta tristeza, sentimiento, poesía, comprensión y sutileza existe en la crónica del esplendor de los Amberson y en su inevitable derrumbe, en las devastadoras facturas emocionales que pueden acompañar al progreso.
Y, cómo no, me sentí intrigado y cautivado por los perversos amores de aquel marinero nihilista que se cuelga de la mujer que menos le conviene en la perturbadora y sombría La dama de Shanghai. O con esa negrísima obra maestra que desprende aroma a pesadilla perdurable titulada Sed de mal, cuyo inicio deslumbra ante la genialidad y la audacia de esa cámara cuyo virtuosismo solo es equiparable al de Hitchcock, pero que en su desarrollo y en ese final inolvidable, con el compadecible y odioso ogro llamado Hank Quinlan sabiéndose derrotado y agonizante, más borracho, añorante y solo que nunca, te crea un nudo en la garganta y un recuerdo eterno en la retina.
Ya sé que Welles es más que todo eso, aunque se me atraganten o me aburran algunas de sus presuntas obras de arte, pero las cinco películas que he citado me dejan huella a perpetuidad. Era distinto, era único, era excesivo, era genial, lo cual no garantiza el eterno estado de gracia, pero cuando este funcionaba paría criaturas inolvidables.
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