Página 12
RESCATES
Maestra y chambeadora
Isabel Hernández 1912-1951
Por Marisa Avigliano
Si la
mujer entra en la mina el oro se va, dice el eco de las voces
sepultadas en los túneles húmedos del Potosí mexicano. El mismo eco dice
sin embargo que una de ellas fue famosa y envidiada por ser chambeadora
y muy buena para encontrar las mejores vetas. El retumbo histórico no
revela el nombre de la minera, sólo su leyenda. Mientras se borran
razones de bautismo algunas otras mujeres –también primeras pobladoras
del Cerro de San Pedro en San Luis Potosí– tienen mejor suerte y el
relato del camafeo las llama por su nombre, Isabel la maestra, Aurora la
partera y Doña Quirina, la que todo lo curaba. Sin embargo, el nombre
como apodo no cambia mucho el destino cuando gana invisibilidad. El
plural de uso “las mujeres” continúa avivando el silencio asegurado.
Entre las que cruzaron la historia con nombre propio gracias a la
oralidad de los descendientes está Isabel, la jovencita de pelo corto
(raya al costado para una melena ondulada que terminaba casi en el medio
de los cachetes y que usaban las mujeres modernas), la maestra normal
que enseñaba en zonas rurales y que tenía unos pocos años más que sus
alumnos. Cuenta el cuento que Isabel estaba a cargo de un grupo de
alumnas (durante los primeros años de la educación federal el sexo del
maestro designaba el sexo de sus alumnos: maestro varón, alumnos
varones) hasta que tuvo que hacerse cargo de un grupo de muchachos
durante una deserción de hombres frente al aula.
Isabel, que apenas estaba por cruzar los veinte, tenía alumnos de
quince y dieciséis años. Pese a su fama de aguerrida, su destiempo con
los modales de la época y la valentía de su vestuario (blusas livianas
con breteles finitos) fue –por tener que obedecerla– blanco certero para
el ataque. Sobre su piel y entre las tiras blancas de su blusita diaria
apareció una víbora. Uno de los alumnos –alentado por el resto– fue al
monte, buscó una culebra de treinta centímetros y la lanzó puntual e
infalible sobre el pecho semidesnudo de la maestra. Después de los
gritos y de la yugular desvanecida de la señorita Isabel, hubo cárcel,
quince días de encierro en la cueva municipal para el herpetólogo
amateur. En los rumores de un pueblo acostumbrado a la afonía de las
mujeres, aquella piel fría del reptil enlazada en la piel encendida de
Isabel le corrió centímetros a la línea del deseo. La anécdota de los
compañeros llevándole agua y comida al arquero eficaz completaron el
cuento y ensancharon el temple profesional de aquellas primeras maestras
(minoría acostumbrada a enfrentar los prejuicios que ponían en duda su
capacidad intelectual) en la leyenda azteca. Isabel nunca dejó de dar
clase. Fue maestra normal y maestra rural –formó parte de un plan sui
generis de alfabetización de mineros– hasta que murió en un accidente en
las afueras de Divisadero (una pequeña localidad en el municipio de
Cerro San Pedro). Si el suceso de Isabel no fuera una realidad acallada
en la escena escolar mexicana –podemos extender fronteras
latinoamericanas sin cometer injusticias– y una muestra precisa de las
arenas movedizas que tuvieron que esquivar aquellas mujeres sin nombre
propio en el listado de la historia, la culebra sin disección en una
clase que no era de zoología podría ser un capítulo protagonizado por
“los proscriptos” en la saga de Guillermo El Travieso, de Richmal
Crompton (1890-1969).Pero esa es otra historia, otra pandilla y otra maestra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario