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sábado, 14 de febrero de 2015

Otro San Valentín: Arte en pareja

de
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Universos visuales / El arte en la semana de San Valentín

Artistas enamorados: diferentes maneras de compartir vida y obra

Desde Diego Rivera y Frida Kahlo, las parejas de pintores, escultores y fotógrafos son más una regla que una excepción; la tendencia se da en todos los estilos
Por   | Para LA NACION
Para un artista no hay nada mejor que otro artista. O al menos eso parece cuando se ve la cantidad de parejas integradas por pintores, escultores, fotógrafos, de todas las edades y de todos los estilos: Siquier y Strada, los Mondongo, Gómez Canle y Guerrieri, Ballesteros e Iriart, Vinci y Dogliotti, Gómez y Peralta, Canzio y Arnaiz, Erlich y Paiva, Aranovich y Gualdoni, Peisajovich y Dubner, De Sagastizábal y Banchero, Bastón Díaz e Isdatne, Doffo y Gibello, Kaplan y Dal Verme, por nombrar algunos rápidamente. Más bien, la excepción parece ser el caso de Marta Minujín, que lleva 50 años junto a Juan Gómez Sabaini, un economista de traje y corbata con el que se casó en secreto a los 16 años.
Hace un par de años, la galerista Alejandra Perrotti reunió para una muestra 32 duplas. "Es maravilloso cómo se fusionan las imágenes y dialogan entre sí, se percibe la convivencia, la empatía y la vida en común", dice. De Diego Rivera y Frida Kahlo a esta parte, las historias apasionadas, creativas o turbulentas han sido la regla. "La primera pareja de artistas argentinos de la que tengo recuerdo es la de Rogelio Yrurtia y Lía Correa Morales. Él, un gran escultor; ella, pintora extraordinaria. Luego, me viene enseguida a la cabeza la pareja de Raquel Forner y Alfredo Bigatti, también escultor y pintora", dice Laura Malosetti Costa, doctora en Historia del Arte. Y más acá en el tiempo, a propósito de San Valentín, que se celebra el sábado 14, vemos que el tándem de amor y arte no pasa de moda.
"Mi mamá y mi papá eran pintores y tengo recuerdos desde los tres años de verlos trabajar en talleres contiguos", recuerda Duilio Pierri. "Nosotros compartimos taller desde el día en que nos conocimos", acota Maggie de Koenigsberg, con quien repitió la historia y crió cuatro hijos (de matrimonios anteriores) dedicados a diferentes ramas del arte. Quizá por la vida compartida, justamente porque son almas afines, la obra de cada uno está hermanada con la del otro en una misma paleta de colores. Tienen idéntico tono vibrante, aunque lo apliquen a diferentes temas.
De vacaciones, Duilio y Maggie van de la pintura a la lectura, matizando largas charlas y caminatas. "Mis padres eran coleccionistas y galeristas, así que siempre se habló de arte en la familia de los dos. ¡Y eso es genial! Nos apasionamos, coincidimos y discutimos por un color, un paisaje o un estilo. Y todo lo que hacemos es en función del arte: los viajes, los proyectos, el futuro", comparte Koenigsberg. "La experiencia de vivir y pintar juntos es muy positiva porque en general éste es un trabajo muy solitario. No solamente en el taller el tema es continuo, sino que después seguimos discutiendo ideas porque ella es una lectora asidua de filosofía, poesía y estética, y yo soy más de inventar teorías", reconoce Pierri.

Amoríos en la casa transformer

Flavia Da Rin y Luis Terán viven en Chacarita, en la casa transformer: además de albergarlos, es taller, estudio de fotografía, oficina y hostel para amigos. Al caos creativo se suman ahora el revuelo por la llegada de Félix hace menos de un mes, y el natural desorden que aporta la pequeña Roberta, de 4 años. Así, Flavia trabaja en el living, entre juguetes, pañales y tachos de pintura por la reforma general del hogar: como buena madre cedió su estudio para el cuarto del bebe. "Me cuesta mucho separar la casa del taller. Necesito esa continuidad", explica. Su nuevo cuarto propio será donde antes estaba el depósito de obra. "Como los buenos jugadores de fútbol, Flavia trabaja en una baldosa", dice Terán, que, en cambio, tiene su taller en la galería Document Art.
Flavia y Luis están juntos desde 2005, cuando cursaron la Beca Kuitca. Se escuchan, se acompañan y también saben cuándo no opinar. "Ni bien empezamos a salir, yo estaba perforando envases de cartón de productos de consumo del hogar (tetrabricks de leche, de tomate, de polvos para limpiar). Con Flavia llegaron las compras de otros productos más cute, como galletitas japonesas y golosinas koreanas. Nuestras obras no se relacionaban mucho. Recién ahora hay un mayor acercamiento desde lo formal, ya que los dos hicimos foco sobre las primeras influencias del modernismo", observa Terán. Se refiere a la serie Brancusiana de Da Rin: ella se fotografía a sí misma entre las esculturas de él.
Alejandro Somaschini es artista plástico, Nina Kovalsky es fotógrafa, y su historia de amor es de película: "Estuvimos casados por Internet durante tres meses, y después nos conocimos. Un chico me puso «Hola» por Facebook y morí de amor. Justo me fui al Caribe de vacaciones con mi hijo. Volvía corriendo de la playa para hablar con él. Al regresar, él se fue tres meses a Río. Llegamos a estar 18 horas seguidas comunicados por Skype. Prendía la camarita y a mí me latía el corazón. Era amor. Nos íbamos a conocer en el aeropuerto, yo lo iba a ir a buscar, pero ¡nos peleamos! Le escribí que no podía dejar de pensar en él, y a los dos días nos conocimos", resume Nina. "No nos separamos nunca más. Ni un día", ratifica Alejandro. Unieron sus apellidos y crearon Somasky, una línea de vajilla en forma de frutas y verduras que se vende como pan caliente en tiendas deco, galerías e Internet. Él modela, ella esmalta. "Alejandro es muy habilidoso y a mí me gusta la colorimetría". Vivían en Almagro, en un departamento mínimo donde ya no cabían su vajilla, las cámaras, otras obras. Se mudaron a una casita en Villa Urquiza que no buscaron ni soñaron mejor, con un jardín de cuentos: silvestre, frondoso, con dos talleres al fondo, y una galería donde trabajan el proyecto en común. Duermen con las persianas altas para despertarse con la primera luz y salir a trabajar entre colibríes, olivos, mariposas y un zorzal que come de la mano, una familia de sapos, la gata Farah, perfume a menta y jazmines. "Estamos felices", confirman.
 
 

Cuando todo es en tándem

Leo Chiachio y Daniel Giannone no tienen obras individuales. Cuando se conocieron pintaban, cada uno en su taller. Pero ya no firman por separado. Todo es de Chiachio&Giannone. Hacen autorretratos de la pareja, bordados en su mayoría, en los que no faltan sus perros salchicha Piolín y Chicha. Cada obra es un manifiesto que apuesta a ese amor, porque en cada paño quedan atrapados con aguja e hilo las horas compartidas, las charlas, los silencios. Durante dos años bordaron La famille dans la joyeuse verdure, que ganó el Gran Premio de la Ciudad de la Tapicería, Aubusson, en Francia. "Nuestra primera obra juntos, Hechizo, y se exhibió en 2003 en Estudio Abierto Harrods", recuerdan. "Nos decían que no era bueno que estuviéramos tan unidos, que podía haber celos profesionales, que qué iba a pasar si nos separábamos... Pero después de trece años seguimos juntos con espíritu de colaboración. No podemos pensar nuestra vida es ésta y nuestra obra es esto otro", dice Leo en el taller, que toma toda la casa. Se divierten viendo cómo van cambiando de apariencia en sus retratos. "Los pelos llevan cada vez más hilo gris", se ríen.
Pasó mucha agua debajo del puente, también, para una pintora y un escultor. Corrían los 70 en Bellas Artes cuando Enrique Savio y Graciela Ieger frecuentaban las aulas, él como docente, ella como alumna. "La relación se fue dando naturalmente, vivíamos el presente y estábamos muy bien juntos. Éramos hippies. Creo que ni soñábamos que aún hoy, 42 años más tarde, seguiríamos juntos", piensa ella. Tienen dos hijas criadas entre pinceles y cinceles que, como todo se lo toman con calma, tienen 20 años de diferencia entre ellas: 41 y 21 (y un nieto de 2 años).
Encontraron la fórmula de la felicidad en una casa de terreno alargado: al frente está el taller de Graciela, en el medio está la casa y el jardín, y al fondo está el espacio de Enrique. "Cada uno tiene su lugar, y es genial porque podemos trabajar cuando se nos antoja caminando unos metros. Levantarnos de noche para mirar una obra. Pero nos cuesta cortar, es vida y arte en tiempo continuo", definen ellos que pueden disentir en un montón de cosas, pero coinciden en lo que se refiere al arte: en los museos se detienen frente al mismo cuadro".
Será causa o consecuencia que Pablo La Padula y Silvana Muscio se parezcan físicamente, además de la particular mezcla de ser científicos y artistas, y que a los dos los fascine un mismo tema: el humo. "Entramos a la facultad el mismo año, yo a estudiar Ciencias Físicas y él, Biológicas. Pero no nos conocimos ahí", advierte Muscio. Fue ya hace 14 años, cuando Silvana acompañó a una amiga a ver una muestra y, no sabe bien por qué, compró un ramo de flores para un artista desconocido. "Se me ocurrió que el chico que inauguraba ese sábado de noviembre tenía que estar muy contento. Le llevé jazmines. Esa noche fuimos a bailar. Él me acarició una mano y yo me quedé dormida", recuerda Silvana. "Ahora tenemos una hija de ocho años", resume Pablo. Comparten el mismo taller, en horarios diferentes. Pero el lugar que más los une es La Franca, una casa en el Delta del Tigre, donde se encuentran los tres, en la naturaleza, y donde Pablo es defensor de los insectos. Ella saca fotos protagonizadas por juegos de luz a través de humo. Él realiza composiciones geométricas con tizne: dibuja con el rastro que dejan las velas. En la ciudad, divide su tiempo entre el taller y su laboratorio. Becado por el Conicet investiga cómo los seres vivos se adaptan a la falta de oxígeno. "No podría hacer ninguna de las dos cosas sin la otra", dice sobre sus dos delantales, el blanco y el manchado. Nadie lo entiende mejor que Silvana..

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