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PODER DECIR ADIÓS
El arco de la vida artística de Gustavo Cerati,
antes de la sorprendente escala de los cuatro años en coma tras sufrir
un ACV, comenzó en los inicios de la democracia. Fue uno de los héroes
posmodernos que al frente de Soda Stereo disolverían los últimos nudos
del rock hippie y libertario, plantando la bandera del placer y la
extrañeza, la reivindicación del artificio, una nueva pose y un nuevo
look. Durante años, el clásico binarismo del rock nacional lo enfrentó a
Luca Prodan, al Indio Solari y al rock más duro de las tribus
barriales. Pero treinta años de carrera hicieron correr mucha agua bajo
el puente. Cerati se convirtió en la figura más reconocida del rock
argentino en toda América latina y después de la separación de Soda
inició una carrera solista íntima y técnicamente brillante. El final del
jueves pasado, cuando se anunció su muerte, abrió la puerta a un nuevo
mito que ya puede empezar a analizarse entre el dolor y el cariño de sus
seguidores.
Por Mariano del Mazo
“Me
perdí en el viaje. Nunca me sentí tan bien. Todo por delante, todo está
hablándome. Está cambiando el aire. Nunca me sentí tan bien”, escribió
en la canción que titula su último disco, Fuerza natural. El sabor zen
de las frases se puede aplicar a este momento, en el que la tristeza
cede a la idea de liberación: después de cuatro años de vivir preso en
su cuerpo, Gustavo Cerati se perdió en un viaje y ya desde otra
dimensión, ahora sí, dejó el terreno abonado para la instalación del
mito. Catapultada la esperanza del milagro y con el morbo Karen Quinlan
disuelto en el comunicado médico del jueves a la mañana, toma relieve el
músico y su música. Y las letras, que hoy quedan resignificadas. Porque
su figura queda resignificada.
El arco de su vida artística fue de la era parricida de principios
de los ‘80 –cuando había que matar al rock hippie de Porchetto, Cantilo,
Gieco, Spinetta, Charly– a una suave apertura transversal que incluyó
en los últimos tiempos trabajos con Shakira y Mercedes Sosa. Fueron 30
años de carrera en los que lo único que no cambió fue su rigor musical y
la obsesión estética. Resulta complejo analizar aquellos inicios con la
lupa actual. Soda Stereo fue junto a Virus la banda que entendió como
nadie que hay una distancia entre el escenario y el público. Que un
grupo de rock y pop también es una puesta en escena que contempla el
artificio y la ilusión. Ser o sentirse estrella era más que un rasgo
megalómano, era un complemento de lo artístico. En aquellos primeros
‘80, antes y después de la restauración democrática, cada banda tomaba
un modelo musical de Estados Unidos o Inglaterra y lo procesaba para
poner al día a un rock algo anquilosado que había tenido a Malvinas como
la bisagra que aniquiló la inocencia. No confesaban las influencias. En
un país alambrado y endogámico después de tanta dictadura, muchos
escucharon primero a Sumo que a Joy Division, primero a Los Violadores
que a Sex Pistols, primero a Soda Stereo que a The Police. Como fuere,
encarnaron lo nuevo. Y dentro de ese panorama se recreó la tensión
pionera entre Manal y Almendra (que no era tal, que fue una creación del
inconsciente colectivo del ghetto del rock fogoneado por un par de
revistas) y en los recitales de Sumo se empezó a cantar en contra de
Soda Stereo. Muerto Luca y disuelto Sumo, la gente puso en ese lugar al
Indio Solari y a Los Redonditos de Ricota.De un lado, la verdad, lo genuino, la calle, lo macho; del otro, el artilugio, lo impostado, el plástico, la ambigüedad. El malentendido duró demasiado. Luca Prodan, el Indio Solari y Gustavo Cerati ostentaban un bagaje brutal de información musical y con sus distancias fueron emergentes pasionales de la cultura rock. Pero los estereotipos ya estaban cristalizados. Cerati podía sacar el disco más guitarrero del mundo y Solari rodearse de máquinas, que la consideración no se modificaba. Tuvo que pasar un tiempo para que el prejuicio menguara y llegara la legitimación unánime. El escenario compartido con Luis Alberto Spinetta en Vélez en la larga noche de Las Bandas Eternas fue definitivo al respecto y consolidó una idea que estalló en ese disco extraordinario titulado Canción animal: el carácter spinetteano de parte de su obra. No es una influencia nítida: de hecho la poética de Cerati poco tiene que ver con los vuelos abstractos de Spinetta y mucho menos con cualquier atisbo de jazz rock o de melancolía urbana. Es, sí, y más allá de su evidente clivaje anglófilo, la confirmación de una continuidad, un ADN, el del rock argentino. Spinetta fue a Cerati lo que Cerati a Babasónicos.
Una de las características de su obra es el péndulo estético entre la experimentación y la canción de matriz beatle, la tradición y la vanguardia. Esa obra puede tener trabajos que gusten más o menos, pero no conoce la decadencia. Signos o Dynamo con Soda, Amor amarillo o Bocanada como solista... Los registros son múltiples y su audacia a veces no midió consecuencias. O las medía y no le importaban; algunos discos directamente daban las espaldas al público, y parecían ejercicios de estilo dirigidos a otros músicos. Eran como recreos de autosatisfacción, exploraciones. En esos casos se configuraba la extraña y paradójica condición de músico popular de culto, casi un guiño entre porteños, en las antípodas de la euforia beatlemaníaca de su conquista de América latina durante la segunda mitad de los ‘80. A veces chocaba con la pretenciosidad: ahí están los 11 Episodios Sinfónicos. Otra paradoja: en algún momento se uniformó con las capas románticas que fueron un símbolo de la ampulosidad de los ’70 y que él colaboró en borrar del mapa en su iniciático período post-punk. Es tal vez un detalle menor: tanto los dos tonos punks como los colchones de cuerdas son dos caras del signo de los tiempos cíclicos del pop & rock. Cerati siempre cabalgó su tiempo. Habrá que decir que la triple condición de gran cantante, gran guitarrista y gran compositor, sumada a la minuciosidad mostrada en el estudio y a la inteligencia de saber rodearse de gente como Melero, Terán o Coleman, impidió estruendosos pasos en falso. Como con Spinetta o Gustavo Santaolalla, nada en Cerati estuvo mal hecho.
Fue algo inconfesable, pero seguramente nunca quiso volver con Soda Stereo en 2007, esa “burbuja en el tiempo”, sin canciones nuevas, con su aceitada ingeniería económica. A veces resulta complejo decir que no. Antes del regreso procuró fortalecer su carrera solista: quería demostrarle al mundo, como si hiciera falta, que era capaz de componer tantos y tan buenos hits como con Soda. Lo logró con Ahí vamos: Cerati volvió a la palestra de la masividad con un disco de rock clásico desbordante de soberbias canciones. Con el interregno de la gira con Soda Stereo, se lo veía especialmente feliz y relajado: estaba trabajando con su hijo Benito, se había reencontrado con amigos como Richard Coleman, concebía un disco con temperamento folk y un inusitado ambiente de viento y pampa como Fuerza natural. Muchos buscaron señales en las letras, apelaciones a mujeres, mensajes a Zeta Bosio y a Charly Alberti, reflexiones sobre el regreso del trío. Cerati se desmarcaba: otra vez se ponía en eje y miraba adelante: “Si hay algo que quedó en el pasado es Soda –decía en 2009–. Mis letras no suelen hacer referencia a nada. Yo creo que la canción es artificio. No sólo lo creo, sino que defiendo a muerte esa idea estética. Okey, si un psicólogo pone la lupa seguro salen cosas. Es más: leí libros de psicología y puedo asegurar que tengo todas las patologías. En mayor o menor medidas, todas. Pero eso es otra cosa. Para mí ser artista es una actuación, es mentir, es jugar a la fantasía. Hay gente que necesita jugar al noticiero, todo bien. Yo no: entre Aristóteles y Platón, me quedo con Platón”.
Tenía una altanería proveniente de una timidez insobornable. Tenía al cantar la mejor dicción del rock argentino y fue un guitarrista rítmico extraordinario, con una mano derecha notable. Al menos un par de generaciones crecieron con sus temas y llevan los estribillos tatuados en la piel. Por peso específico de su obra, discutió estas décadas un podio compartido con Calamaro y Páez en la sucesión de Charly y Spinetta. Fue la gran estrella de rock de América latina. Jugando a la fantasía, a la ilusión y al esteticismo diseñó una catedral pop con pasajes de densidad y hondura. El último concierto lo dio en Venezuela y la última canción fue “Lago en el cielo”: “El tiempo es arena en mis manos”, cantó. Gélido y frágil, dedicó la mayor parte de sus 55 años a embellecer la vida cotidiana de millones de personas. Sin demagogia barata, sin condescender a la cumbia, sin apartarse de la sofisticación y las formas. Con el poder de la canción.
DG: Alejandro Ros - Foto de tapa: Nora Lezano
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